Artículo publicado en Infolibre
Cuenta un conocido relato bíblico que Nabucodonosor, Rey de Babilonia (605 a 562 a.C.) tuvo un sueño en el que veía una inmensa estatua con cabeza de oro, torso de plata, caderas de bronce, piernas de hierro y pies de barro. De pronto una piedrecilla, aparentemente insignificante, caía rodando hacia la escultura, chocando con sus pies y haciéndola desmoronarse por completo. Las partes de la estatua se desmenuzaban y se convertían en “tamo de las eras del verano”, es decir, pelusas que se desprenden del lino, del algodón o de la lana, que eran llevados por “el viento sin que de ellos quedara rastro alguno”. El sueño no acaba aquí, porque si bien la estatua se desvanecía, la piedrecilla, en cambio, se convertía en “un gran monte que llenó toda la tierra”. El Rey había contado este sueño a sus asesores más capacitados, pero ninguno de ellos sabía cómo interpretarlo. Mandaron traer al profeta Daniel, quien finalmente pudo descifrar aquel misterio. Se trataba de los reinos que sucederían a Nabucodonosor, los que serían cada vez más débiles y menos resplandecientes, hasta llegar a uno con pies de barro que sucumbiría y daría paso a uno ajeno y completamente nuevo (la piedra que se convierte en montaña). La lección, por tanto, es que todos los grandes imperios tienen un punto débil y, antes o después, acaban derrumbándose. Hoy les voy a hablar del imperio de la Justicia.
La dama de la justicia ya no tiene la venda en sus ojos, porque ha quedado secuestrada en manos de intereses cruzados que la controlan y dominan
Amigas y amigos, vivimos en un mundo convulso y es cada vez más evidente que nos aproximamos hacia una crisis de civilización, caracterizada por la violencia, el regreso del fascismo, la crisis climática, la creciente desigualdad y la concentración de la riqueza mundial en unas pocas personas, por no hablar de la pandemia y la amenaza cierta de algún fenómeno similar en un futuro no muy lejano. Nadie habría dicho que Europa volvería a estar en guerra en el Siglo XXI y que la amenaza de un estallido nuclear fuera una posibilidad más que evidente. Pero lo que ninguno nos planteamos al final del siglo XX, en el que la lucha por los derechos humanos era un valor que caracterizaba a la justicia con ejemplos valerosos en diferentes países, es que unos años después estaríamos, de nuevo, combatiendo la degradación de aquélla, no por ataques externos sino por la propia acción de un segmento de la misma que corrompe a su totalidad. La consolidación de los derechos humanos, la lucha contra la impunidad, el empoderamiento de las víctimas, los avances en las garantías procesales, tales como el debido proceso y la independencia e imparcialidad de quienes administraban justicia, era algo más que una teoría, era la certeza de que, frente a una crisis económica galopante que nos golpeaba, aquélla sería el pilar firme que nos protegería y que nunca volvería a ser el brazo ejecutor del poder político contra la ciudadanía. Sin embargo, la sumisión de determinados sectores nos ha puesto frente a una realidad no deseada, la politización de la justicia y la judicialización de la política, donde es cada vez más frecuente encontrarnos con casos de lawfare, que podríamos traducir como “guerra judicial”.
En los últimos diez años, la justicia se ha convertido en un arma arrojadiza para derrotar políticamente a los contrarios, o para anularlos, provocando su “muerte civil” valiéndose para ello de la connivencia de ciertos jueces y fiscales que no son ni pretenden ser imparciales. Es la perversión del sistema, porque la imparcialidad que está en la base del concepto de justicia desaparece y se torna en una especie de servicio a la carta para el poderoso anulando su carácter de servicio público que nos iguala ante la ley. La dama de la justicia ya no tiene la venda en sus ojos, porque ha quedado secuestrada en manos de intereses cruzados que la controlan y dominan.
Camila Vollenweider ha definido el lawfare como “… el uso indebido de instrumentos jurídicos para fines de persecución política, destrucción de imagen pública e inhabilitación de un adversario político”, en el que usualmente se combinan “acciones aparentemente legales con una amplia cobertura de prensa para presionar al acusado y su entorno (incluidos familiares cercanos), de forma tal que este sea más vulnerable a las acusaciones sin prueba”.
Por desgracia, este fenómeno está presente en todo el mundo, también en España y, cómo no, en América Latina donde, como digo en mi último libro Los disfraces del fascismo, “se están normalizando verdaderos procesos penales de autor”. Evo Morales en Bolivia; Rafael Correa y Jorge Glas en Ecuador; Lula da Silva y Dilma Rousseff en Brasil; Cristina Fernández de Kirchner en Argentina. En Chile, el ejemplo más paradigmático es Marco Enríquez-Ominami.
Marco Enríquez-Ominami (ME-O), político reconocido de una trayectoria intachable, se ha visto envuelto en una espiral judicial que ha deteriorado sus expectativas políticas hasta unos límites inaceptables, y con ello, los legítimos derechos de quienes podían haberlo elegido para representarlos se han visto afectados severamente. En los últimos ocho años ha sido acusado hasta en doce ocasiones de diferentes delitos que después han quedado en nada, pero que han provocado un daño reputacional enorme. Pase lo que pase, el estigma queda, se convierte en una rémora que se reproduce como un mantra en digitales y redes sociales contra los que muy poco puedes hacer. Los motores de búsqueda se convierten en la vanguardia del descrédito social y político de quien se dedica a la noble tarea diaria de mejorar la vida de los demás desde el ámbito político.
A ME-O no han logrado encarcelarlo, no por falta de ganas de la acusación, pero sí dañar su imagen y su carrera política. Sé de lo que hablo, porque lo he padecido en mis propias carnes. Siendo juez debí enfrentar también una veintena de juicios en mi contra, hasta que en uno de ellos fui condenado a once años de inhabilitación, condena que, por cierto, fue declarada en 2021 contraria al debido proceso, parcial y arbitraria por el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas. Me pregunto qué mundo sería si policías, fiscales y jueces cumplieran con su deber, sin mirar a quién. Los corruptos no tendrían poder. Lo digo a la inversa. Si los corruptos tienen poder, es porque se les ha dado ese poder por quienes se convierten en sus cómplices y pudren el sistema.
ME-O se debe enfrentar ahora a un nuevo juicio que está desde sus inicios salpicado de eventuales vicios de nulidad. Han sido ocho largos años de supuesta investigación, donde ha reinado la opacidad y la parcialidad, acompañados de todo tipo de restricciones a su libertad personal y señalamientos públicos. Se han omitido requisitos de procesabilidad, que se han intentado tapar agrupando y separando investigaciones para luego volverlas a agrupar, se han buscado y rebuscado evidencias y se entremezcla con otros casos que sólo arrojan confusión y dilación. Las irregularidades en la etapa intermedia son clamorosas, así como en el inicio del propio juicio oral. Y lo más preocupante es que esos fiscales con nombre y apellido que no repetiré aquí, por innecesario, se justifican y tratan de convencer a la opinión pública de que este es un plazo razonable, mientras han pretendido una nueva postergación para poder irse de vacaciones. Se miren por donde se miren, estos son abusos propios de un claro caso de persecución judicial por motivos políticos o lawfare.
No puedo dejar de resaltar aquí el hecho de que dos fiscales renunciaron a su cargo en señal de protesta para no ser cómplices de la impunidad que se estaba fraguando, liberando de la carga procesal a cientos de imputados, pero dejando oportunamente a unos pocos “cabezas de turco” que no tienen santos en la corte, o mejor dicho en la fiscalía, y que interesa que sigan públicamente cuestionados a pesar de la inexistencia de pruebas.
No puedo saber qué sucederá con ME-O, pero si hay jueces imparciales en Santiago de Chile, debería ser absuelto. No por nada ha recibido el apoyo explícito y cerrado de 30 líderes latinoamericanos de 14 países, y de juristas y abogados, entre los que me cuento, y de un premio Nobel de la Paz. Es difícil creer que este apoyo sea algo instrumental y que busque la descalificación de la justicia chilena, sino más bien que la lupa pública se centre en este caso en el que, de nuevo, está en juego el valor del derecho y la justicia.
Este apoyo, incomprensiblemente, ha provocado reacciones de defensa corporativa de la fiscalía. Pero bien sabemos que las defensas corporativas suelen acabar mal, porque se defiende a las manzanas podridas que, si no se entresacan, pueden contaminar todas las demás sanas. Las resoluciones judiciales de quienes deben abanderar la ecuanimidad de la justicia pueden y deben ser criticables, y cuando concurren elementos objetivos que justifican esa crítica no deben ser denostados los que las realizan, sino acompañadas. Obviamente una crítica generalizada de la administración de justicia no es válida, pero identificar los déficits y exponer a la luz pública las malas praxis judiciales, como es la dilación y las argucias procesales o el incumplimiento de las garantías del debido proceso, es imprescindible y saludable. De modo que no se den por aludidos quienes cumplen con el sagrado deber de impartir justicia y coadyuven a que esta se imparta con imparcialidad. Los hechos hablan por sí mismos. Dos fiscales con dedicación exclusiva, en la megacausa que investigaron, acaben con resultados tan pobres y en tan largo plazo. Mientras tanto, en el camino quedan las consecuencias de este laxo proceder.
En todo caso, en este como en otros supuestos, no debemos olvidar que una justicia tardía no es justicia y que las dilaciones indebidas pueden dar lugar a resultados indeseables para la justicia; y que la falta de imparcialidad supondrá, antes o después, el reconocimiento local o en el sistema interamericano de derechos humanos, el reconocimiento de los que han sido violentados por un entendimiento vicario de la justicia. ME-O tiene derecho a un juicio justo, aunque por el tiempo en el que se debe producir difícilmente le supondrá la reparación integral a la que tiene derecho. El daño reputacional es difícil que deje de producir sus efectos, de ahí que la justicia chilena tiene la palabra, y la tiene desde hace mucho tiempo, pero, cuando se pronuncie sentencia, esta deberá ser absolutamente trasparente y contundente para erradicar las sospechas vehementes de lawfare que este caso transpira. El mal funcionamiento de la administración de justicia es una fuente de responsabilidades, pero también lo es encubrir corporativamente una realidad palpable. Y, especialmente, quienes administran justicia no sólo tienen el deber de decidir, sino también el de convencer. El pueblo, verdadero titular de aquélla, tiene el derecho de que se le explique; lo que ha ocurrido en este caso es que el derecho, según todos los indicios, ha sido instrumentado en contra de una persona. De no hacerse así, el imperio de la Justicia, como sustento y núcleo de la democracia y el Estado de derecho, será como aquella estatua gigantesca con los pies de barro a la que el lawfare conseguirá derribar y, en su derrumbe, se llevara por delante como un tsunami los derechos que a todos y a todas nos corresponden y que tanto esfuerzo y dolor ha costado conseguir.