Artículo de Baltasar Garzón publicado en Infolibre
En España estamos al final de las vacaciones “oficiales”, un tiempo para hacer evaluación y recobrar fuerzas para el nuevo curso. Antes, cuando ejercía como juez, me interesaba por la inauguración del año judicial. Ahora, en esta nueva etapa de mi vida, debo reconocer que son otras mis prioridades. Una de ellas es saber que mi madre está bien tras su reparador descanso estival en la tierra que nos vio nacer, Torres (Jaén). Cuando hablamos siempre nos ponemos al día de noticias y acontecimientos de España y de fuera. Ella es el caleidoscopio en el que mido el interés de los acontecimientos políticos, sociales y económicos en los últimos años.
En marzo de 2021 leí unas declaraciones del sociólogo del Derecho y filósofo Boaventura de Sousa que me impactaron: “Tengo miedo porque el pueblo no sale a protestar a la calle”, decía, y añadía que diversos países, sobre todo los gobernados por la ultraderecha, habían aprovechado la pandemia para empeorar la situación de los más vulnerables, concluyendo que el capitalismo se había fortalecido con la pandemia. “Mi miedo es que los Estados, cada vez más sometidos a la lógica capitalista, no reciban desde abajo una presión popular pacífica para mejorar las condiciones sociales que se verán mermadas tras la pandemia”.
“Es por lo del teletrabajo y la peste del teléfono móvil –me dijo mi madre cuando se lo conté–, las personas ya no se juntan, no hablan, estamos todo el tiempo con la pantallita o el ordenador y así no se ponen de acuerdo ni para protestar. Se hacen más insolidarias. Se aíslan más”. A su manera, desde su “jaula de cristal”, como identifica su piso en Sevilla, mi madre coincidía con las palabras de Boaventura que avisa que el capitalismo electrónico es un regreso a un capitalismo inicial (ahora bajo la vara del empresario), con los artesanos trabajando como antiguamente en sus hogares de forma individual. Esto concuerda con Michael J. Sandel, filósofo que afirma: “Hoy las plataformas digitales y las redes sociales se apropian de nuestra atención –una capacidad limitada– para convertirla en sus beneficios.” La llaman la «economía de la atención«, porque si nuestra atención es limitada, escasa y valiosa, siempre habrá alguien que encontrará la forma de lucrarse con ella. Es preocupante. Mi madre es una mujer sencilla, pero con las ideas claras, por lo que advierte los riesgos de todo esto. La espina dorsal de su pensamiento es que la democracia supone la base de una sociedad y que hay que defenderla. Como hay que hacerlo con la familia.
Mi buen amigo José Saramago escribió que ser padre o madre es el mayor acto de coraje que alguien puede tener, porque es exponerse a todo tipo de dolor, principalmente a la incertidumbre de estar actuando correctamente y del miedo a perder algo tan amado… Eso lo sé bien desde mi papel de padre. Y lo he visto en mis progenitores criando a cinco hijos en circunstancias difíciles, contra viento y marea, en un piso de 90 m2 y dándonos estudios a todos, con un simple sueldo de empleado de CAMPSA. Mis padres tenían claro además que, como decía el premio Nobel, los hijos son apenas un préstamo, que puede vencer en cualquier momento, reclamándotelo con intereses.
El esfuerzo de nuestros mayores
Sobrecoge el esfuerzo descomunal que nuestros mayores han hecho a lo largo de sus vidas, sobreviviendo a la guerra, la dictadura, una compleja transición. A pesar de la incertidumbre siempre imperante y el silencio de muchos años, supieron mantener vivo el espíritu de la libertad y la democracia en sus hijos, mostrándonos por dónde debían ir nuestros pasos para recuperar el proyecto que a ellos les fue arrebatado de manera dolorosa y abrupta.
El día en que las víctimas del franquismo llegaron a mi juzgado, el número 5 de la Audiencia Nacional, me conmovió tanta dignidad. Constituían un ejemplo de resistencia. Si algún temor tenía era por los suyos más que por ellos mismos, pensando en el padre, madre, hijo, hija, esposo o esposa represaliados, muertos, perdidos en cunetas y fosas, callados en pueblos pequeños en los que víctimas y verdugos se cruzan continuamente en la calle o en las grandes ciudades. Cuidando los gestos y las palabras en la escalera vecinal, en el trabajo, advirtiendo a los hijos de que había cosas que no se podían decir en la escuela, ni con los amigos, protegiéndoles de lo oscuro, de lo temible que se agazapaba detrás de los uniformes y el orden del régimen. Y todo eso durante décadas. Recuerdo cómo mi madre cerraba las ventanas cuando yo ponía a sonar un disco de cantos de la resistencia española que había comprado en la Vía del Corso de Roma, en mi viaje de fin de estudios con apenas 17 años.
La espina dorsal de su pensamiento es que la democracia supone la base de una sociedad y que hay que defenderla. Como hay que hacerlo con la familia
El relevo lo tomamos hijas e hijos, participando en las movilizaciones estudiantiles para que entrara aire fresco en la universidad y en el país, aunque en casa negáramos con vehemencia los forcejeos con los grises y que habíamos estado en primera fila, para evitarles la preocupación y que revivieran los peligros que habían conocido y que proyectaban en ese presente y futuro de sus retoños, cargando con un miedo mayor del que ya habían padecido. Mi madre no estaba tranquila cuando yo acudía a mis estudios de Derecho en Sevilla porque me conoce mejor que nadie, y sabía que si había bronca allí estaría yo. Era cierto, pero también lo fue que nunca fallé en los estudios.
Fuerzas de la naturaleza
La intuición de una madre se asemeja a las fuerzas de la naturaleza, algo inconmensurable. Saben, sin necesidad de palabras, con solo una mirada o escuchar el timbre de tu voz, que algo ha pasado, como cuando estás enfadado, enamorado, disgustado, o la vida te ha dado un bofetón. Para reponerte a veces basta una taza de sopa, de la de siempre. Otras, que te dejen en paz, sin interferencias. Mi madre tiene ese radar extremadamente sensible para detectar estados de ánimo y la capacidad de escuchar más allá de la reserva. Sabe cómo darte nuevos ánimos cuando más los necesitas, como cuando sufres una injusticia por parte de quienes deberían ser ejemplo y no lo son, porque, aunque miembros del poder judicial, han renunciado a ser jueces, es decir, a su independencia e imparcialidad y se han coludido con las fuerzas neoliberales y ultraderechistas que amenazan cada vez más a nuestras democracias.
El filósofo Byung Chul Han se pregunta: “¿Por qué ya no es posible la revolución a pesar del creciente abismo entre ricos y pobres?” Y responde: “El poder estabilizador del sistema ya no es represor, sino seductor, es decir, cautivador (…) No hay un oponente, un enemigo que oprime la libertad ante el que fuera posible la resistencia. El neoliberalismo convierte al trabajador oprimido en empresario, en empleador de sí mismo. Hoy cada uno es un trabajador que se explota a sí mismo en su propia empresa. Cada uno es amo y esclavo en una persona. También la lucha de clases se convierte en una lucha interna consigo mismo: el que fracasa se culpa a sí mismo y se avergüenza. Uno se cuestiona a sí mismo, no a la sociedad”.
Mi madre lo explica a su manera: “Cada cual está tan ocupado con salir adelante, que no tiene tiempo de ponerse de acuerdo con otros para pensar cómo avanzar juntos. La gente tiene que trabajar para vivir y no les da tiempo a más, cada vez están más cerrados en sí mismos y en sus trabajos, que son muchas veces en casa, por eso protestan poco y haría falta que sí lo hicieran, ahora con la ultraderecha cogiendo fuerza”.
Este pensamiento, en una mujer de casi 93 años, que ha dedicado su vida a marcar a su familia el camino hacia las libertades, desde su simplicidad y modestia coincide, creo, con la base del planteamiento de Han, como con el de otros pensadores que seguramente han escuchado desde la cuna las opiniones de sus madres sobre la vida y los seres humanos y también han debido hacerles mella.
Democracia y convivencia
Hace mucho que la ecología y la naturaleza ocupan una parte fundamental en nuestras conversaciones diarias. Mi madre, como agricultora que fue, al igual que mi padre, lleva el campo en las venas y sabe lo que va a acontecer, si lloverá o no, si habrá buenas cosechas o no. Por eso, la defensa de la tierra es una de sus prioridades. Sabe y apoya mi lucha en favor de los pueblos originarios. Le pienso leer un artículo de mi colega José Antonio Martín Pallín, que sé que le va a gustar. El experimentado jurista señala: “… desde hace tiempo tenemos un nuevo desafío: ¡Salvar al planeta Tierra! El calentamiento de la atmósfera no es un negro vaticinio. Ya está presente y nos afecta a todos. Es vergonzoso y deprimente escuchar las barbaridades de los negacionistas. Lamentablemente, están todos alineados con la extrema derecha…”
Con 24 descendientes (entre hijos, nietos y bisnietos) la ultraderecha es ahora el principal miedo de mi madre, “Hay que tener mucho cuidado con ellos, que esto ya lo sabemos, ya lo hemos vivido, los de mi generación ya sabemos que no es hablando como llegan a lo que quieren, vienen a quitar lo que nos ha costado tanto conseguir, la libertad, y no se puede consentir. Pero ¡ojo! también hay que saber cuándo son de verdad “gente mala” (fascista) o cuándo solo se les va la fuerza por la boca, que de esos siempre ha habido”. Esto me recuerda lo que escribió no hace mucho el filósofo y ex presidente del Senado, Manuel Cruz: “Por supuesto que resulta no solo legítimo sino necesario combatir políticamente a aquellas formaciones que intentan retroceder en derechos que ha costado mucho adquirir: a esto vienen, en efecto, obligados todos los que consideran tales derechos como una conquista beneficiosa para el conjunto de la sociedad. Pero ello no implica que quienes disienten de este punto de vista deban verse cuestionados en su condición de demócratas. Habría que afinar mucho más a la hora de fijar acerca de qué tipo de actitudes o propuestas políticas se puede sostener que, en sí mismas, van en contra de principios fundamentales de la democracia, y qué otras se limitan a rechazar determinadas propuestas de mejorarla”.
Complejo dilema sobre el que, como ven, también mi madre reflexiona. Ella, como tantos otros españoles que fueron los obligados protagonistas de unas épocas tenebrosas, mantiene su propio pensamiento sobre la base de una sabiduría nacida de la experiencia: defiende la naturaleza con vocación de activista; siempre sin perder la sonrisa, aun con la carga de los sufrimientos impuestos e injustos, y emprende con vehemente interés la lectura de los artículos y los libros de su hijo para comentarlos después. Últimamente, a raíz de un ensayo que he elaborado, se ha interesado por la filosofía socrática.
Ella me inculca la necesidad de continuar luchando, día a día, seguir pensando en que podemos mejorar este mundo; creer, a pesar de los pesares, en la justicia como armazón de nuestra convivencia; a tener esperanza en las generaciones venideras. Mi madre, sobre todo, como muchas y muchos otros de su generación y generaciones aledañas, continúa creyendo con todas sus fuerzas que la democracia es el único sistema válido de convivencia. Pura filosofía materna, algo que todos deberíamos cultivar.