Este es el artículo de Baltasar Garzón y William Bourdon publicado en El País, Le Monde y otros medios internacionales con motivo de la presentación de PPLAAF, plataforma de defensa y protección de los alertadores o whistleblowers en África
Una semana antes de que los votantes de Ghana se dirigieran a las urnas, Mabel Simpson, una diseñadora de moda de 32 años en Accra, le dijo a un periodista: «siento que Ghana necesita un líder que luche contra la corrupción». El 7 de diciembre, el que era presidente perdía las elecciones, en gran parte debido al descontento de los ciudadanos con el historial de corrupción del gobierno.
En Sudáfrica, en agosto, el Congreso Nacional Africano sufrió su mayor derrota electoral desde el final del Apartheid, precisamente a causa de la corrupción.
En estos y otros países africanos, las acciones tramposas y secretas de las élites empresariales y políticas para enriquecerse o mantenerse en el poder, respectivamente, han salido a la luz gracias a los whistleblowers o alertadores. John Githongo descubrió tratos fraudulentos sobre equipamiento militar y otras estafas en Kenia; Abdullahi Hussein filmó en secreto atrocidades contra los Derechos Humanos en Etiopía; Jean-Jacques Lumumba, un banquero del Congo, sacó a la luz graves casos de malversación de fondos que implicaban a la familia Kabila. Todos ellos, con grandes riesgos para su seguridad personal y profesional.
No solo en África sino en el mundo entero, los ciudadanos están ganando conciencia sobre los oscuros y opresivos poderes políticos, económicos y financieros que impactan en sus vidas diarias. Gracias a las revelaciones de los whistleblowers, en un contexto de nuevas tecnologías de comunicación y aumento de la globalización, podemos discernir más claramente la vigilancia de los servicios de inteligencia y las grandes pérdidas financieras generadas por políticas bancarias que favorecen la evasión de impuestos y el lavado de dinero sobre las necesidades de los ahorradores individuales.
Independientemente de la ausencia de límites al poder de aquellos que realmente controlan aquellas políticas que afectan directamente a nuestros derechos, estamos todavía lejos de entender todos los aspectos del dominio que estos dirigentes tienen sobre nuestras libertades. Sin embargo, Chelsea Manning, Edward Snowden, Antoine Deltour (LuxLeaks), Hervé Falciani (SwissLeaks), Julian Assange (WikiLeaks) y muchos otros whistleblowers han iluminado para nosotros estos espacios obscuros y sinuosos, revelando las restricciones a nuestras libertades, así como los daños graves a la salud pública y a los recursos naturales.
Como origen de estas informaciones, muchas veces son ellos mismos las primeras víctimas de sus revelaciones. Prisiones de alta seguridad, exilio forzoso, interminables procedimientos legales, amenazas de muerte y otras represalias convierten, injustamente, a estos defensores del interés público en enemigos públicos.
A pesar del creciente valor de las revelaciones de los whistleblowers, una gran mayoría de países carecen o tienen una regulación débil de protección de los derechos de los alertadores de casos de corrupción. África no es una excepción. Solo 6 de sus 54 países han aprobado una ley de whistleblowers, comparado a los 11 de 28 países de la UE, entre los cuales aún no se encuentra España aunque recientemente se ha presentado una propuesta parlamentaria, cuyo éxito dependerá de los acuerdos de los diferentes grupos, entre los cuales es dudoso que se encuentre el Partido Popular. Al mismo tiempo, ante la debilidad de los sistemas de control, prosperan los grandes flujos de dinero sucio y opaco y la separación entre el interés público y privado es, en el mejor de los casos, difusa, lo que se aprovecha por cleptócratas de toda laya para extraer dinero y recursos públicos.
Con demasiada frecuencia, los compromisos contra la corrupción propugnados por uno u otro gobierno son una mera fachada y una «instrumentalización» para acabar con sus oponentes. ¿Cuántas multinacionales extranjeras confían en la porosidad de instituciones locales para obtener el máximo beneficio para ellas mismas, asiduamente a expensas de la población local?
África necesita a estos vigilantes o alertadores ciudadanos para frenar las violaciones del estado de derecho. Los whistleblowers deben gozar de un apoyo real puesto que es esencial, como recordaba Hanna Arendt, «crear espacio para la desobediencia civil en el actuar de nuestras instituciones públicas».
La situación de vulnerabilidad en la cual se encuentran los whistleblowers, se agrava por los graves riesgos que asumen cuando sus países están controlados por guarniciones militares o peligrosos potentados. Por ello, resulta esencial proteger a estos testigos directos de las acciones que perjudican el interés público y ayudarlos a compartir su información con autoridades y público general.
Estos vigilantes -ya sean empleados de banco o soldados, obreros o contables- deben poder contar con una comunidad de expertos con la voluntad de ayudarles a enfrentar a los «demonios» del poder: mala administración, corrupción, impunidad, violaciones de Derechos Humanos y otras atrocidades.
Necesitan medios seguros y a salvo para compartir documentación sensible y evidencias con periodistas y autoridades. Necesitan un equipo de abogados y activistas para escudarlos ante las casi seguras represalias y amenazas que les esperan. La libertad de expresión debe ser protegida por fuertes leyes de protección de whistleblowers, que se apliquen realmente.
George Bernanos escribió: «se necesitan muchos rebeldes para hacer al pueblo libre». Los whistleblowers pueden ser los rebeldes que África estaba esperando.
Los abogados de Derechos Humanos William Bourdon de París y Baltasar Garzón de Madrid son los fundadores de la Plataforma para la Protección de Whistleblowers en África (PPLAAF).