Artículo publicado en infoLibre.es________
La semana pasada se levantó un gran revuelo como consecuencia de unas declaraciones desafortunadas de la vicepresidenta primera del Gobierno, María Jesús Montero, con las que criticaba la sentencia del caso Alves, proferida por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, radicalmente diferente de la primera, pronunciada por la Audiencia Provincial de Barcelona.
En la previa, después de que el instructor considerase indicios de delito suficientes, la Audiencia resolvió condenar al futbolista con argumentos sólidos como causante de una agresión sexual. En la segunda, el Tribunal Superior de Justicia, con argumentos defendibles, consideró no suficientemente probados los hechos, por cuanto razona que el testimonio de la víctima, aun siendo creíble (como defendía la Audiencia provincial), no es fiable, debe imponerse la presunción de inocencia del señor Alves, y lo absuelve.
A Montero, quien manifestó su disconformidad con la segunda sentencia por poner “la presunción de inocencia por delante del derecho de las mujeres”, según sus palabras –algo mal expresadas–, le han caído chuzos de punta: han puesto el grito en el cielo contra su persona magistrados, jueces, fiscales, asociaciones de fiscales, colegio de abogados, Consejo General del Poder Judicial, políticos de variada derecha… Al punto de que ha visto preciso disculparse –lo cual no es malo– para evitar la continuación de la instrumentalización política de las resoluciones judiciales y sosegar el discurso, lo cual, dicho sea de paso, es algo que veo difícil.
Igualdad ante la ley
Aun cuando la disparidad de las dos sentencias debería hacer pensar en la necesidad de profundizar en las investigaciones, en la estructuración de los indicios, en las pruebas, en la transparencia, en el lenguaje, además de otros aspectos, y en por qué se da la razón o se quita en función de quien ejerza el complejo oficio de juzgar, y en qué pasa con los tribunales, no ha sido así.
Pero sí quiero quedarme con el nudo del asunto que al PP y a dignos juristas les ha indignado o del que han hecho batalla: que alguien dude de la presunción de inocencia.
En efecto, la presunción de inocencia es la base del Estado de Derecho, de la Constitución y de la justicia de nuestro país y de cualquier sistema democrático. Más aún, lo pueden encontrar en la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y en las constituciones de muchos países. Protege los derechos y libertades individuales de todas las personas y garantiza, o debería hacerlo, el trato igualitario ante la ley.
Derecho de todos, menos de uno
Este principio, como ven, nos protege a todos y cada uno de nosotros. Menos, al parecer, a uno. Me refiero al Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, que ha topado con un instructor, el magistrado Ángel Hurtado, quien parece haber olvidado este aspecto básico de nuestro sistema judicial, en un Estado democrático de derecho.
Para hacer esta declaración de intenciones acudo, entre otras sorprendentes actitudes, a las afirmaciones contundentes y sin matices en sus señalamientos de culpabilidad, contra aquel alto funcionario del Estado, o a la presunción de culpabilidad contra el mismo que late en todas sus resoluciones, ampliando o restringiendo arbitrariamente el ámbito de la instrucción (con la seguridad corporativa del órgano supremo al que pertenece).
O, también, en función de su frustración e indignación cuando afirma que el FGE ha eliminado “pruebas” con el borrado de su móvil. Desde ese momento, (como ya escribí en otro artículo publicado en este mismo medio) sigo preguntándome: ¿Desde cuándo un investigado debe aportar los elementos probatorios que sirvan de base a aquello por lo que se le investiga?
Asombro
Ciertamente, no deja de asombrarme el espectáculo al que el Tribunal Supremo nos está sometiendo, para goce y disfrute de quienes tan solo quieren la cabeza del presidente del Gobierno, sin pensar en las consecuencias que ello conlleva, de deterioro irreparable para las instituciones.
Todo vale para acabar con este ’gobierno espurio‘, incluso convertir a los tribunales europeos en la cuarta instancia de nuestro sistema judicial al que, por mor de unos cuantos, se le vitupera y arrastra sin misericordia. Quizás ello ocurra porque tampoco este último se ha hecho valer en el campo más sensible de la auténtica defensa de los derechos de la ciudadanía.
No se entiende que el juez Hurtado no dé entidad a los testimonios de los periodistas de media docena de medios diferentes, que dejan claro que ya conocían el famoso correo bastantes horas antes de que el Fiscal General del Estado tuviera acceso al mismo
No se entiende que el juez Hurtado no dé entidad a los testimonios de los periodistas de media docena de medios diferentes, que dejan claro que ya conocían el famoso correo bastantes horas antes de que el Fiscal General del Estado tuviera acceso al mismo. Ni parece lógico que dicho instructor no contemple –como pide la defensa– que se vuelque el contenido del móvil del jefe de gabinete de la presidenta madrileña, quien, al parecer, inició este lío lanzando el bulo de que la fiscalía había bloqueado “desde arriba” la conformidad del presunto autor de un ilícito fiscal. Cosa que, por lo demás, se produce casi todos los días.
Tal vehemencia en el apoyo a esta persona, que, por cierto, ejerce la acusación particular en el caso que nos ocupa, está llevando a su pareja presidencial a un papel cada vez más ingrato y poco ético: el de quien utiliza el cargo y los medios materiales de la Comunidad autónoma que preside para una acción de tipo personal ajena a los intereses del servicio público al que se debe. Es decir, para salvar a su compañero de aquello que se le imputa con los asuntos fiscales, empleando tiempo y quizás fondos que deberían tener otro destino al servicio de la Comunidad madrileña y sus habitantes.
Secretos y abogados
Llama la atención, asimismo, que el magistrado instructor no tome en consideración el que la Abogacía del Estado hubiera conocido el famoso correo gracias a que el abogado de González Amador lo envió a un abogado del Estado amigo suyo, cosa que debería implicar mayor atención y responsabilidad, por cuanto el abogado tiene el deber de secreto profesional. Sin embargo, lo quebranta para compartirlo con una persona ajena al círculo de los que tienen la obligación de reserva.
Quizás aquí el Colegio de Abogados de Madrid, que tan diligente se ha mostrado en ejercer la acusación popular contra el FGE, debería exhibir más preocupación por que uno de sus afiliados incumpla aquel deber esencial de los abogados, abriendo el pertinente expediente disciplinario contra el mismo.
En cualquier caso, con ello se amplía el conjunto variopinto de personas que tuvieron acceso a la información y al documento de marras y el origen de la famosa y supuesta filtración.
Por todo ello, habría que plantearle a la Sala de Apelaciones de la Sala Segunda que, en vez de amparar la deriva de una instrucción inconsistente que avanza en forma predeterminada con base a prejuicios y parcialidades arbitrarias hacia una fase de juicio oral, sea, por una sola vez, valiente y no corporativa y detenga esta caza de brujas. Pues, cada vez con más claridad, se constata que el único que infringió la obligación de secreto profesional fue el letrado particular del presunto defraudador, al dar traslado de ese correo a un representante de la Abogacía del Estado, y este… no se sabe.
Despropósitos
A este cúmulo de despropósitos hay que añadir el hecho de que, si es este el documento que se filtró y el Fiscal General del Estado no lo tenía en su poder, no se entiende por qué no archiva el procedimiento el instructor o lo redirige en la dirección correcta. Parece como si estuviera esperando a que suene la flauta y aparezca algún elemento que justifique su errática instrucción. Esto, suceda o no suceda, es contrario a las más elementales normas procesales, la seguridad jurídica de los justiciables y pone en riesgo no solo el principio de presunción de inocencia sino la propia base del Estado de derecho. Sin embargo, vemos cómo el corporativismo se impone por encima de esos elementales principios que sustentan nuestra propia seguridad jurídica.
Parece como si [el juez Hurtado] estuviera esperando a que suene la flauta y aparezca algún elemento que justifique su errática instrucción
El Tribunal Supremo debería ser consciente de todo esto y amparar a la ciudadanía y no a uno de sus componentes por el hecho de serlo. Desde luego, esto es una simple opinión de alguien que, en el pasado, ha sufrido una situación similar y que conoce bien las consecuencias.
Creo, honestamente, que ante este extraño asunto que nos aqueja por una caprichosa, voraz y cruenta ansia judicial –celebrada por algunos hasta el punto de hacerse parte en el proceso (me refiero a la Asociación Profesional Independiente de Fiscales, APIF) y justificada por otros en su inquina particular contra el FGE (me refiero a la Asociación de Fiscales, AF)–, tenemos derecho a una respuesta justa en derecho. Se precisa una respuesta que no sea prospectiva, ni que dé pie a la algarada mediática que, al parecer, divierte tanto a la oposición política del momento en nuestro país.
Inconsistencias
Por otra parte, es llamativo que la Sala de Apelaciones justifique la confirmación de todas y cada una de las resoluciones del instructor y que vaya aparcando temas que afectan gravemente a la presunción de inocencia con base, exclusivamente, al pálpito, o lo que se supone que quiere o piensa el instructor, y al hecho de que no es el momento de entrar en ello.
No olvidemos la desmesura de aquél cuando ordenó la entrada y registro en dos Fiscalías, la General y la Provincial de Madrid en una búsqueda prospectiva y claramente ilegal, que se extendió a ocho meses, después sorprendentemente aquilatada a siete días, sin que ello haya merecido el mínimo reproche por parte de la Sala, salvo para decir que el instructor actuó bien al reducirlo, y no desautorizarlo por la primera acción.
La mencionada Sala de Apelaciones, hasta ahora, ha rechazado de forma sistemática todos los recursos de la defensa del FGE sobre el volcado de su móvil; ha negado delito alguno en la difusión de una nota de prensa (cosa que ya creíamos zanjada, pero con la que Hurtado seguía a vueltas).
Y aunque la Sala dice que toda esa difusión de datos sobre González Amador, previa a la aparición del correo de 2 de febrero, «podría incidir en la clarificación de la entidad de los indicios existentes y su consistencia», también añade que no es aún el momento procesal «para pronunciarnos sobre la relevancia de dichas difusiones sobre la calificación delictiva”.
Derecho penal del enemigo
Por el contrario, afirmo que sí es el momento de hacerlo, para no convertirse en cómplice de una investigación que no puede terminar de otra forma que en el archivo. Como instructor que he sido durante casi 32 años de vida judicial bien sé que el tiempo de cerrar un proceso no se debe dilatar cuando solo existen sospechas y la mera voluntad del juez que quiere mantener una instrucción inconsistente en función de la persona y el cargo que ostenta el investigado.
Eso, estimados lectores, nos transportaría, de ser cierto, de un sistema inquisitivo con garantías –que es el que tenemos– a un escenario en el que reinaría el derecho penal del enemigo.
Ya me gustaría escuchar en este sentido a jueces y asociaciones profesionales (no espero nada de los políticos del PP) con la misma contundencia e indignación que la empleada contra la vicepresidenta Montero. Pero ya ven, en todas partes te encuentras con diferentes varas de medir.